lunes, 23 de enero de 2012

Rojo Malpelo

                                                                                                                       Autor: Giovanni Verga
                                                                                                          Traducción Araceli Rodríguez Sánchez

Malpelo se llamaba así porque era pelirrojo, y tenía el cabello rojo porque era un muchacho malicioso y vil, que prometía llegar a ser todo un bribón. Por eso todos en la mina de arena roja lo llamaban Malpelo; hasta su madre, de tanto escuchar que lo nombraban de aquel modo, casi había olvidado su nombre de pila.
Por otro lado, ella lo veía solamente los sábados por las noches, cuando regresaba a casa con aquellas pocas monedas de la semana; y como era malpelo[1], también existía el temor de que se quedara con un par de aquellas monedas, y ante la duda, para no equivocarse, su hermana mayor le daba el recibo a zapes.
Sin embargo, el patrón de la mina había confirmado que las monedas eran aquéllas y no más; y la verdad sea dicha, incluso eran demasiadas para Malpelo, un pilluelo con el cual nadie hubiera querido tropezarse de frente y al que todos esquivaban como a un perro roñoso, y lo acariciaban con los pies, en cuanto lo tenían al alcance.
Él tenía de verdad un aspecto de malandrín, torvo, gruñón y hosco. Al medio día, mientras todos los demás trabajadores de la mina se comían su rancho en grupo y descansaban un poco, él se arrinconaba con su cestita entre las piernas para mordisquearse su pan viejo de ocho días, como lo hacen los animales sus iguales; y cada uno decía de cosas burlándose a sus costillas y le aventaban piedras hasta que el capataz lo regresaba a trabajar con un puntapié. Él se regodeaba entre las patadas y se dejaba cargar mejor que el burro gris, sin osar lamentarse. Andaba siempre andrajoso y sucio de arena roja, porque su hermana se había comprometido y tenía otras cosas en la cabeza; no obstante, era muy conocido en todo Monserrato y en Carvana, tanto que la mina donde trabajaba la llamaban “la mina de Malpelo”, y esto le molestaba mucho al patrón. En fin, sólo lo tenían ahí por caridad y porque el maestro Misciu, su padre, había muerto en la mina.
Sucedió así: un sábado quiso terminar cierto trabajo tomado a destajo, de una pilastra dejada en alguna ocasión como soporte de la mina y que ahora ya no servía, y que había calculado con el patrón a ojo de buen cubero como unas treinta y cinco o cuarenta carretillas de arena. En cambio, el maestro Misciu llevaba tres días paleando y todavía le quedaba para media jornada del lunes. Había sido un trato desventajoso, y sólo un tarugo como el maestro Misciu pudo dejarse estafar de ese modo por el patrón, precisamente por eso lo llamaban “el maestro Misciu Bestia”, y era el burro de carga de toda la mina. Él, pobre hombre, los dejaba que hablaran y se conformaba con procurarse el pan con las manos, en vez de ponérselas encima a sus compañeros y buscar pleitos. Malpelo ponía cara de malos amigos como si aquellos agravios cayeran sobre sus hombros y, así pequeño como era, tenía una mirada de ésas que hacía que los demá se dijeran: “¡Y tú qué!, tú no te vas a morir en tu cama, como tu padre”.
Sin embargo, tampoco su padre murió en su cama, aunque fuera una buena bestia. Zio Mommu, el Cojo, había dicho que aquella pilastra él no la habría quitado ni por veinte reales, por lo peligroso que era; pero, por otro lado, todo es peligroso en las minas y si uno le da demasiada importancia al peligro es mejor trabajar de abogado.
Como iba diciendo, el sábado por la noche el maestro Misciu aún rascaba su pilastra cuando el Avemaría había sonado desde hacía rato, y todos sus compañeros habían encendido su pipa y se habían marchado diciéndole que se divirtiera rascándose la panza por amor al patrón, y le recomendaban que no fuera a morirse encerrado como un ratón. Él, que estaba acostumbrado a la burlas, no les hacía caso y sólo respondía con los ¡ah! ¡ah! de sus grandes y precisos golpes de pala, y mientras murmuraba: “Éste es por el pan! ¡Éste por el vino! ¡Éste para las enaguas de Nunziata!”. Y así iba haciendo la cuenta de cómo se gastaría el dinero de su contrata, ¡el pobre destajista!
Afuera de la mina el cielo hormigueaba de estrellas y allá abajo el quinqué humeaba y giraba al igual que una devanadera, y la gran pilastra roja, destripada a golpes de pala, se contorsionaba y se doblaba arqueándose como si a ella también le doliera la barriga y dijera: “¡Ay! ¡Ay!”. Malpelo estaba escombrando el terreno y ponía a salvo el pico, el costal vacío y la botella de vino. Su padre que lo quería, pobrecillo, le decía a cada rato: “¡Hazte para allá! o¡Ten cuidado! Ten cuidado por si caen piedritas o arena gruesa de arriba”. De repente ya no dijo nada y Malpelo, que se había volteado para poner las herramientas en su cesta, oyó un ruido sordo y sofocado, como hace la arena cuando se cae de tajo, y la luz se apagó.
Aquella noche en la que vinieron abuscar a toda prisa al ingeniero que dirigía las labores de la mina, éste se encontraba en el teatro y no habría cambiado su butaca por un trono, puesto que era un gran diletante. Rossi representaba Hamlet y el teatro estaba lleno de un selecto público. En la puerta se vio cercado por todas las mujeres sencillas de Monserrato, quienes chillaban y se golpeaban el pecho al anunciar la enorme desgracia que le había sucedido a doña Santa, la única, pobrecita, que no decía nada y titiritaba como si estuviera en pleno invierno. El ingeniero, cuando le dijeron que el accidente había sucedido desde hacía aproximadamente cuatro horas, preguntó qué querían de él luego de cuatro horas. Pese a todo, fue allá con escaleras y antorchas, pero pasaron otras dos horas, y sumaron seis, y el Cojo dijo que para escombrar el subterráneo del material que se había caído se necesitaba una semana.
¡Que es que cuarenta carretillas de arena! Había caído una avalancha de arena, muy fina y bien quemada por la lava, que se mezclaría con las manos y necesitaría el doble de cal. Había para llenar y llenar carretillas por semanas. ¡Vaya negocio del maestro Bestia!
El ingeniero regresó para ver enterrar a Ofelia, y los otros mineros se encogieron de hombros y uno a uno se fueron regresando a casa. Entre el gentío y el gran cuchicheo no sepercataron de una voz de niño, que ya no tenía nada de humano y que berreaba: “¡Escarben! ¡Escarben aquí! ¡Pronto!”. “¡Miren!—dijo el Cojo— ¡es Malpelo! ¿De dónde salió Malpelo? ¡Si tú no fueras un malpelo, de seguro no te hubieras librado de ésta!”. Los otros se echaron a reír, y no faltaba quien dijera que Malpelo tenía al diablo de su parte o quien que tenía más vidas que un gato.Malpelo no respondía nada, ni lloraba siquiera, escarbaba con las uñas allá en la arena, dentro del hoyo, así que nadie se dio cuenta de supresencia; y cuando se acercaron con la lumbre, vieron su rostro totalmente desencajado, y esos ojotes vidriosos, y esa espuma en la boca que daba miedo; las uñas se le habían desprendido y le colgaban de las manos todas ensangrentadas. Luego, cuando quisieron quitarlo de ahí, fue un gran lío; al ya no poder rasguñar, mordía como un perro rabioso y tuvieron que agarrarlo de los cabellos para sacarlo a la fuerza.
Sin embargo, finalmente regresó a la mina después de algunos días, cuando su madre lloriqueando lo llevó de la mano, ya que a veces el pan que uno se come no se puede ir a buscarlo por aquí o por allá. Entonces él ya no quiso alejarse de aquella galería y cavaba con empeño, como si cada cesto de arena lo quitara del pecho de su padre. A veces, mientras picaba la tierra, se paraba bruscamente, con la pala en el aire, el rostro torvo y los ojos desorbitados, y parecía que estuviera escuchando algo que su diablo le susurraba al oído, del otro lado de la avalancha de arena caída. En aquellos días se veía más infeliz y malo que de costumbre, a tal grado que casi no comía y el pan se lo aventaba al perro como si no lo tuviera por gracia deDios. El perro lo quería, porque los perros sólo se fijan en la mano que les da de comer. Sin embargo, el burro gris, pobre bestia, rengo y macilento, soportaba todo el desfogue de la maldad de Malpelo; éste le pegaba sin piedad,con el mango de la pala, y mascullaba: “¡Así te vas a difuntear más rápido!”.
Después de la muerte de su papá, parecía que se le hubiera metido el diablo en el cuerpo, y trabajaba al igual que aquellos búfalos feroces que llevan una argolla de fierro en la nariz. Consciente de que era malpelo, se las arreglaba para comportarse lo peor que fuera posible y si sucedía alguna desgracia, o un trabajador extraviaba sus herramientas, o un burro se rompía una pierna, o que se derrumbaba un pedazo de galería, siempre se daba por entendido que había sido él; y, de hecho, él apechugaba los trancazos sin protestar, del mismo modo como los apechugan los burros que curvan el lomo pero siguen portándose igual. Con los otros muchachos, incluso era más cruel, y parecía que quisiera vengarse con los débiles de todo el mal que se imaginaba que le habían hecho, a él y a su papá. Ciertamente él sentía un extraño deleite al recordar uno por uno todos los maltratos y los abusos que habían hecho padecer a su padre, y el modo en que lo habían dejado difuntearse. Y cuando estaba solo mascullaba: “¡Conmigo también se portan así! ¡Y a mi padre le decían Bestia, porque él no se portaba así!”. Y una vez mientras pasaba el patrón, siguiéndolo con una mirada torva: “¡Fue él, por treinta y cinco tarines!”. Y otra vez, detrás del Cojo: “¡Y también él! ¡Y se echaba a reír! ¡Yo lo oí aquella noche!”.
Por un refinamiento de su maldad, parecía haber tomado bajo su protección a un pobre muchachito que había venido a trabajar hacía poco tiempo en la mina, quien debido a una caída de un andamiose había luxado el fémur y no podía trabajar más de aprendiz de albañil. El pobrecito, cuando llevaba su canasto de arena en la espalda, rengueaba de una forma que parecía que estuviera bailando la tarantella y hacía reír a todos los de la mina, así que lo habían apodado “Sapito”; sin embargo, trabajando bajo tierra, así rengo y todo, se ganaba el pan; y Malpelo también le daba del suyo, para tener el gusto de tiranizarlo, decían.
De hecho, lo atormentaba de mil formas. Ahora lo golpeaba sin motivo y sin misericordia, y si Sapito no se defendía, le pegaba más fuerte, con más saña y le decía: “¡Toma! ¡Animal! ¡Eres un animal! ¡Y si no tienes valor para defenderte de mí que no te odio, quiere decir que te vas a dejar pegar en la cara por cualquiera!”.
O, si Sapito se secaba la sangre que le salía de la boca o de las narices, le decía: “¡Así como te va a quemar el dolor de los golpes, vas a aprender a darlos también tú!”. Cuando arreaba a un burro cargado por la cuesta del subterráneo y lo veía plantarse con los cascos por delante, extenuado, curvo por el peso, jadeante y con los ojos cerrados, éllo golpeaba sin misericordia con el mango de la pala, y los golpes sonaban secos sobre el lomo o sobre las costillas descubiertas. A veces la bestia sedoblaba por los golpes, pero al límite de sus fuerzas no podía dar un paso y caía sobre sus rodillas, y había uno que se había caído tantas veces, que tenía sendas llagas en las piernas; y Malpelo entonces le confiaba a Sapito: “Al burro hay que pegarle porque él no puede pegar; y si pudiera pegar, nos aplastaría con las patas y nos arrancaría la carne a mordidas”. O decía: “Si te toca dar de trancazos, procura darlos lo más fuerte que puedas; así los que los reciban te van a considerar superior a ellos y tú tendrás muchos menos encima”.
Trabajando con el pico o con la pala también movía las manos con saña, como uno que se la trajera contra la arena, y golpeaba y volvía a golpear con los dientes apretados, y con esos ¡ah! ¡ah! que hacía su padre.
“La arena es traicionera —decía a Sapito en voz baja— se parece a todos los demás, que si eres más débil te machacan la cara y si eres más fuerte, o están en grupo, como lo hace el Cojo, entonces se deja vencer. Mi padre golpeaba siempre la arena, no golpeaba nada más que la arena, por eso le decían Bestia, y la arena se lo comió a traición, porque era más fuerte que él”.
Cadavez que a Sapito le tocaba un trabajo demasiado pesado, y éste se ponía a lloriquear como una niña, Malpelo le pegaba en la espalda y lo regañaba: “¡Cállate, mocoso!”. Y, si Sapito no se calmaba, él le echaba una mano diciendo con cierto orgullo: “Déjamelo a mí, yo soy más fuerte que tú”. O le daba su mitad de cebolla, y se conformaba con comerse el pan puro, y encogía los hombros y luego añadía: “Yo estoy acostumbrado”.
Él estaba acostumbrado a todo, a los zapes, a las patadas, a los golpes con el mango de la pala o a los de la cincha de la carga, a recibir injurias y burlas de todos, a dormir sobre las piedras, con los brazos y la espalda deshecha por las catorce horas de trabajo; incluso a ayunar se había acostumbrado, cuando el patrón lo castigaba quitándole el pan o el rancho. Él decía que la ración de trancazos el patrón nunca se la había quitado; pero los trancazos eran de a gratis. Sin embargo, no se quejaba y se vengaba a escondidas, a traición, con alguna jugarreta de ésas que parecía cosa del diablo: por eso él siempre recibía los castigos incluso cuando el culpable no había sido él, ya que, si no fue él, bien hubiera sido capaz de haberlo sido y nunca se justificaba, por otro lado hubiera sido inútil. Y algunas veces, cuando Sapito espantado le suplicaba llorando que dijera la verdad y que se disculpara, él repetía: “¿Y de qué va a servir? ¡Soy malpelo!”. Y nadie habría podido decir si aquel agachar la cabeza y curvar la espalda siempre era el efecto de su orgullo siniestro o de su desesperada resignación y tampoco se sabía si lo suyo fuera hosquedad o timidez. Lo cierto es que ni siquiera su madre había recibido jamás una caricia de él y por lo tanto nunca se las hacía.
Los sábados por la noche, en cuanto llegabaa casa con su carota llena de pecas y de arena roja, y esos harapos que le llovían encima de todos lados, su hermana agarraba el palo de la escoba si se ponía en la puerta con esas garras, porque hubiera hecho huir a su catrín si éste hubiera visto qué clase de cuñado tenía que tragarse; su madre estaba siempre en casa de una u otra vecina, así que él se iba a acurrucar sobre su colchoneta como un perro enfermo. Por lo tanto, los domingos, cuando todos los demás muchachos del vecindario se ponían la camisa limpia para ir a misa o para retozar en el patio, él parecía no tener otro pasatiempo que ir a vagabundear por las veredas de las hortalizas a cazar a pedradas a las pobres lagartijas, las que no le habían hecho nada, o a romper las cercas de los nopales. Por otro lado, las burlas y las pedradas de los otros chiquillos no le gustaban.
La viuda del maestro Misciu estaba desesperada por tener por hijo a ese granuja, como todos le decían, y él de verdad se había hecho como esos perros, que afuerza de ganarse patadas y pedradas por esto o por aquello, terminan por meter la cola entre las patas y escapar con la primera alma viva que ven, y acabanhambrientos, pelones y salvajes como los lobos. Al menos bajo tierra, en la minade arena, feo, harapiento y desaliñado como era, no lo satirizaban más, además parecía hecho justo para aquel oficio, incluso por el color de sus cabellos y por esos ojillos de gato que se deslumbraban si veían el sol. Así como son los burros que trabajan en las minas por años y años sin salir jamás de ahí y, en aquellos subterráneos donde la bocamina es vertical, son bajados con lazos, y ahí permanecen mientras viven. Son burros viejos, es verdad, comprados por doce o trece liras, cuando están por llevarlos a la Plaja, a sacrificarlos; pero para el trabajo que tienen que hacer allá abajo aún están buenos; y Malpelo, en verdad, no valía más que ellos y si salía de la mina los sábados por las noche, era sólo porque tenía manospara trepar por la cuerda y debía llevarle a su madre la paga de la semana.
Ciertamente él hubiera preferido trabajar de aprendiz de albañil, como Sapito, y hacerlo cantando sobre los andamios, en lo alto, a mitad del cielo azul, con el solsobre la espalda; o ser carretero, comodon Gaspare que venía a llevarse la arena de la mina, balanceándose somnoliento sobre la plataforma con la pipa en la boca, y andaba todo el día por las hermosas veredas del campo; o mejor aún, hubiera querido ser un campesino que se pasa la vida entre los campos, en medio del verde, bajo los espesos algarrobos, con el mar turquesa de fondo y el canto de los pájaros sobre la cabeza. Pero aquel había sido el oficio de su padre y en aquel oficio había nacido él. Y pensando en todo aquello, mostraba a Sapito la pilastra que se le había caído encima a su padre, y que todavía daba arena fina y quemada que el carretero venía acargar con la pipa en la boca mientras se balanceaba sobre la plataforma, y le decía que cuando terminaran de excavar se encontraría el cadáver de su padre, quién debía tener los pantalones de fustán casi nuevos. Sapito tenía miedo, pero él no. Él narraba que siempre había estado allá abajo, desde niño y que siempre había visto aquel hoyo negro, que se sumergía bajo tierra, donde el padre solía conducirlo de la mano. Entonces extendía los brazos a diestra y siniestra, y describía cómo el intricado laberinto de las galerías se extendía debajo de sus pies por todas partes, por aquí y por allá, hasta donde podían ver la roca volcánica negra y desolada, sucia por la retama quemada y por tantos hombres que se habían quedado, o aplastados o atrapados en la oscuridad, y que caminan por años enteros y siguen caminando aún, sin poder vislumbrar el resquicio del pozo por el que entraron, y sin poder oír los alaridos desesperados de los hijos, quienes los buscan inútilmente.
Pero una vez en que llenando los cestos se halló uno de los zapatos del maestro Misciu, él fue presa de tal temblor que tuvieron que subirlo al aire libre con los lazos, justo como a un burro que estuviera por estirar las patas. Sin embargo, no se pudieron hallar ni los pantalones casi nuevos, ni los restos del maestro Misciu; si bien los expertos aseguraron que aquél debía ser el lugar preciso donde la pilastra se le había venido encima; y un trabajador, nuevo en el oficio, observaba curiosamente lo caprichosa que era la arena, que había proyectado al Bestia por aquí y por allá, los zapatos por un lado y los pies por otro.
Desde que se encontró aquel zapato, Malpelo fue presa de tal temor de ver aparecer también entre la arena los pies desnudos de su papá, que ya no quiso dar un solo golpe de pala jamás; el golpe se lo dieron a él en la cabeza. Entonces se fue a trabajar a otro lado de la galería y no quiso regresar jamás a esa parte. De hecho dos o tres días después descubrieron el cadáver del maestro Misciu, con los pantalones puestos y tendido boca abajo, parecía embalsamado. El ZioMommu observó que debió haberle costado mucho morir, porque la pilastra se le había doblado en arco encima, y lo había sepultado vivo; incluso se podía ver hasta ese momento que el maestro Bestia instintivamente había intentado liberarse escarbando en la arena, y que tenía las manos la ceradas y las uñasrotas. “¡Justo como su hijo Malpelo! —repetía el cojo— él escarbaba por aquí, mientras su hijo escarbaba por allá”. Pero no le dijeron nada al muchacho debido a que lo sabían maligno y vengativo.
El carretero despejó el subterráneo del cadáver del mismo modo que lo despejaba de la arena caída y de los burros muertos, pero esta vez además del hedor de los despojos, sucedía que losdespojos eran de carne bautizada; y la viuda achicó los pantalones y la camisa y se los adaptó a Malpelo, quien así se vistió casi de nuevo por primera vez; y los zapatos se guardaron para cuando él creciera, puesto que éstos no se podían achicar y el prometido de la hermana no tenía ganas de zapatos de muerto.
Malpelo acariciaba los pantalones de fustán casi nuevo en sus piernas, le parecía que eran suaves y lisos como las manos del papá que solían acariciarle el cabello, así ásperos y rojos como eran. Los zapatos los tenía colgados en un clavo, sobre su colchoneta, como si hubieran sido las pantuflas del papá y los domingos los sostenía en las manos, los lustraba y se los probaba; luego los ponía en el suelo, uno junto al otro, y se ponía a contemplarlos por horas enteras con los codos sobre las rodillas y el mentón sobre las palmas, rumiando quién sabe qué ideas en aquel cerebrillo.
¡Malpelo sí que tenía ideas extrañas! Como también había heredado el pico y la pala del padre, los utilizaba, aunque fueran demasiado pesados para su edad; y cuando le preguntaron si quería venderlos, aunque se los hubieran pagado como nuevos, él había respondido que no; su padre los había dejado tan lisos y relucientes del mango con sus manos y él no habría podido hacerse de otros más lisos y relucientesque ésos, aunque los trabajara por cientos de años.
Ena quella época, el burro gris se había difunteado por las penurias y la vejez; y el carretero se fue a aventarlo lejos de las rocas volcánicas. “Así se hace —refunfuñaba Malpelo— las cosas que ya no sirven se avientan lejos”. Él iba avisitar los restos del gris en el fondo de un barranco y se llevaba a la fuerza a Sapito, quien no hubieraquerido ir ahí; y Malpelo le decía que en este mundo era necesario acostumbrarse a encarar cada cosa, bonita o fea; y, con la ávida curiosidad de un pilluelo, se quedaba a observar a los perros que acudían de todas las granjas de alrededor para disputarse las carnes del gris. Los perros se escapaban aullando al aparecer los muchachos, y merodeaban gruñendo sobre las escarpaduras de enfrente, pero Rojo no dejaba que Sapito los ahuyentara a pedradas. “Ve aquella perra negra —le decía—, esa que no tiene miedo de tus pedradas; no tiene miedo porque tiene más hambre que los demás. ¡Ya viste esas costillas!”. Ahora el burro gris ya no sufría, y se quedaba ahí tranquilo con sus cuatro patas extendidas, y dejaba que los perros se divirtieran vaciándole sus ojotes profundos y royéndole los huesos blancos, y los colmillos que le destrozaban las vísceras no le harían pandear el lomo como el más simple golpe de pala que solían darle con el fin de meterle a su cuerpo un poco de vigor cuando subía el empinado sendero. ¡Así son las cosas! También el gris tuvo sus golpes de pala y sus llagas, y también él cuando se doblaba bajo el peso y le faltaba el aliento por caminar adelante, abría esos ojotes, mientras lo golpeaban, que parecía dijeran: ¡Ya no! ¡Ya no! Pero ahora sus ojos se los comieron los perros, y él se ríe de los golpes y de las llagas con ese hocico descarnado y todo dientes. Y si no hubiera nacido jamás, hubiera sido mejor.
La roca volcánica se extendía melancólica y desierta hasta donde llegaba la vista y subía y bajaba en picos y barrancos, negra y cacariza, sin un grillo que ahí cantara, o un pájaro que la sobrevolara. No se oía nada, ni siquiera los golpes del pico con los que trabajaban bajo tierra. Y cada vez Malpelo repetía que allá abajo todo había sido excavado por las galerías, por todo lugar, hasta el monte y hasta el valle; tanto así que una vez un minero había entrado con el cabello negro y había salido de ahí con el cabello blanco, y otro al que se le había apagado la antorcha había gritado en vano para pedir ayuda, pero nadie podía escucharlo. “¡Él sólo oye sus propios gritos!” —decía— y esa idea, aunque tuviera el corazón tan duro como la roca volcánica, lo sobresaltaba.
“El patrón seguido me manda lejos, donde los demás tienen miedo de ir. Pero yo soy Malpelo y si yo ya no regreso, nadie me buscará”.
Incluso, durante las hermosas noches de verano, las estrellas también resplandecían brillantes sobre la roca volcánica, y los campos circundantes eran negros como ella, pero Malpelo cansado de la larga jornada de trabajo, se echaba en su colchoneta, con el rostro hacia el cielo, a disfrutar aquella quietud y aquellos astros en los alto; por eso odiaba las noches de luna, en que el mar hormiguea de destellos y los campos se dibujan vagamente por aquí y por allá —entonces la roca volcánica parecía más árida y desolada—. “Para nosotros que estamos hechos para vivir bajo tierra —pensaba Malpelo— siempre debería haber oscuridad por todos lados”. La lechuza graznaba sobre la roca volcánica, y vagaba por aquí y por allá; él pensaba: “También la lechuza escucha a los muertos que están aquí bajo tierra y se desespera porque no puede ir a encontrarlos”.
Sapito tenía miedo de las lechuzas y de los murciélagos; pero el Rojo lo regañaba porque quien es forzado a estar solo no debe tener miedo de nada, ni siquierael burro gris tenía miedo de los perros que lo descarnaban, ahora que sus carnes ya no sentían el dolor de ser comidas.
“Tú estás acostumbrado a trabajarsobre los techos como los gatos —le decía— y entonces todo era diferente. Pero ahora que te toca vivir bajo tierra, como los ratones, ya no debes tenerles miedo, ni a los murciélagos, pues son ratones viejos con alas, y los ratones están con gusto en compañía de los muertos”.
Sapito, al contrario, experimentaba una enorme complacencia al explicarle lo que eran las estrellas allá en lo alto; y le contaba que allá estaba el paraíso, a donde van a parar los muertos que han sido buenos y no han dado disgustos a sus padres. “¿Quién te dijo eso?” —preguntaba Malpelo—, y Sapito respondía que se lo había dicho su mamá.
Entonces Malpelo se rascaba la cabeza, y sonriendo le hacía cierto grito de briboncillo malicioso que lo sabe todo. “Tu madre te dice eso porque, en vez de pantalones, deberías llevar falda”.
Y después de haber pensado en ello un rato: “Mi padre era bueno y no hacía mal anadie, tanto que lo apodaban Bestia. Y sin embargo, está allá abajo, aunque encontraron sus herramientas y los zapatos y estos pantalones que traigo puestos”.
Poco después, Sapito quien se había desmejorado desde algún tiempo, se enfermó de tal forma que por la noche debían sacarlo de la mina a lomo de burro, lo acostaban entre los cestos, temblando por la fiebre como un pollito mojado. Un trabajador dijo que ese muchacho no tenía los huesos duros para aquel oficio, y que para trabajar en una mina sin dejar ahí la piel se necesitaba haber nacido en ella. Malpelo entonces se sentía orgulloso de haber nacido y de mantenerse tan saludable y vigoroso enaquel aire malsano y con todas aquellas penurias. Él se cargaba a Sapito en la espalda y le daba ánimos a su manera, regañándolo y pegándole. Pero una vez al pegarle en la espalda, Sapito fue asaltado por un vómito de sangre, entonces Malpelo espantado se apresuró a buscarle en la nariz y dentro de la boca qué cosa le había pasado, y juraba que no había podido hacerle tanto daño de la forma en que lo había golpeado, y para demostrárselo, se daba fuertes puñetazos en el pecho y en la espalda con una piedra; como sea, un trabajador ahí presente, le propinó una gran patada en la espalda, una patada que retumbó como sobre de un tambor, sin embargo Malpelo no se movió, y sólo después de que el trabajador se largo de ahí, agregó: “¿Lo ves? ¡No me hizo nada! ¡Y me golpeó más fuerte que yo a ti, lo juro!”.
Mientras tanto Sapito no se curaba y continuaba escupiendo sangre, y teniendo fiebre todos los días. Entonces Malpelo robó del dinero de la paga de la semana, para comprarle vino y sopa caliente, y le dio sus pantalones casi nuevos porque lo cubrían más. Pero Sapito continuaba tosiendo y algunas veces parecía sofocarse, y en la noche no había modo de vencer el temblor de la fiebre, ni con costales, ni cubriéndolo con paja, ni poniéndolo frente a la llamarada. Malpelo se quedaba callado e inmóvil agachado a su lado, con las manos sobre las rodillas, mirándolo fijamente con sus ojillos abiertos de par en par como si quisiera hacerle un retrato, y cuando lo oía gemir en voz baja, y le veía el rostro jadeante y los ojos cerrados, justo como los del burro gris cuando resoplaba exhausto bajo la carga al subir por la vereda, él murmuraba: “¡Es mejor que te mueraspronto! ¡Si tienes que sufrir de esa forma, es mejor que te mueras!”. Y el patrón dijo que Malpelo era capaz de aplastarle la cabeza a aquel muchacho y que era necesario vigilarlo.
Finalmente, un lunes Sapito ya no vino a la mina y el patrón se lavó las manos, porque el estado en el que se encontraba ahora resultaba más un estorbo que otra cosa. Malpelo se informó en donde estaba su casa y el sábado fue a buscarlo. El pobre Sapito ya estaba más para allá que para acá, y su madre lloraba y se desesperaba como si su hijito fuera de esos que ganan diez liras a la semana.
Esto no lograba comprenderlo Malpelo, y le preguntó a Sapito porqué su madre chillaba de ese modo, si desde hace dos meses él no ganaba ni siquiera lo que se comía. Pero el pobre Sapito no le hacía caso y parecía que se dedicaba a contar las vigas del techo. Entonces Rojo se imaginó por qué la madre de Sapito chillaba de aquel modo, seguramente porque su hijito siempre había sido débil y enfermizo y lo había mantenido como aquellos niñitos consentidos que no se destetan nunca. Él, al contrario, había sido sano y robusto, y era malpelo, y su madre no había llorado por él porque nunca había sentido el temor de perderlo.
Poco después, en la mina dijeron que Sapito había muerto, y él ahora pensó que la lechuza también graznaba por él en la noche, y regresó a visitar el esqueleto descarnado del gris, en el barrancodonde solían ir juntos él y Sapito. Ahora del gris no quedaba más que el esqueleto desencajado, y también con Sapito pasaría igual, y su madre se secaría los ojos, así como la madre de Malpelo se había secado los suyos después de que el maestro Misciu se murió, y ahora se había casado otra vez y se había ido a vivir a Cifali; también la hermana se había casado y habían cerrado la casa. De ahora en adelante, si lo golpeaban, a ellas no les importaba nada, y a él tampoco, y cuandose muriera como el gris o como Sapito no sentiría ya nada.
Por aquella época vino a trabajar a la mina un sujeto desconocido y que se escondíalo más que podía; los demás trabajadore decían entre ellos que se había escapado de la prisión, y que si lo atrapaban lo encerarían por años y años. Malpelo supo en ese momento que la prisión era un lugar donde se recluía a los ladrones y a los malandrines como él, y que los mantenían encerrados ahí dentro y siempre los vigilaban.
Desde ese instante experimentó una malsana curiosidad por aquel hombre que ya había estado en prisión y que se había escapado de ella. Pocas semanas después, sin embargo, el fugitivo declaró clara y rotundamente que estaba cansado de esa vidilla de topo y que mejor se contentaba con estar en la cárcel toda la vida, que la prisión, en comparación con aquello, era un paraíso y prefería regresar a ella por su propio pie. “¿Entonces por qué todos los que trabajan en la mina no se hacen meter en prisión? —preguntó Malpelo—”. “¡Porque no son malpelo como tú! —respondió el Cojo—. Pero no temas, que tú sí irás y dejarás ahí el esqueleto”.
Sinembargo, Malpelo dejó el esqueleto en la mina, como su padre, pero de distinta forma. Una vez se tenía que explorar un pasaje que se pensaba comunicaba con elpozo grande hacia izquierda, hacia el valle, y si esto era cierto, se ahorraría un poco más de la mitad de mano de obra al extraer la arena. Pero si no era cierto, se corría el peligro de perderse y de no regresar jamás. Ningún padre de familia quería aventurarse, ni hubiera permitido que se arriesgara su propia sangre ni por todo el oro del mundo.
PeroMalpelo no tenía ni siquiera quien recogiera todo el oro del mundo por su piel,ni tampoco su piel valía todo el oro del mundo; su madre se había vuelto a casar y se había ido a vivir a Cifali y su hermana se había casado también. La puerta de su casa estaba cerrada y él no tenía más que los zapatos de su padrecolgados de un clavo; por eso siempre le encomendaban los trabajos más peligrosos y las empresas más arriesgadas, y si él no se tenía consideración alguna, los otros ciertamente no las tenían por él. Cuando lo mandaron a aquella exploración se acordó del minero, aquel que se había perdido, por años y años, y sigue caminando aún en la oscuridad pidiendo ayuda, sin que nadie pueda oírlo; pero no dijo nada. Por otra parte ¿de qué hubiera servido? Tomó las herramientas de su padre, el pico, la pala, la linterna, el costal con el pan, y la botella de vino, y se largó: nunca más se supo nada de él.
Así se perdió incluso el esqueleto de Malpelo, y los muchachos de la mina bajan la voz cuando hablan de él en el subterráneo, pues tienen miedo de que se les aparezca enfrente, con sus cabellos rojos y sus ojillos grises.
*Título original Rosso Malpelo, cuento escrito por Giovanni Verga (1840-1922),
escritor italiano representante del verismo italiano.
Traducción de Araceli Rodríguez Sánchez


[1] El autor juega con el significado peyorativo que tiene la palabra malpelo en Italia, pues como adjetivo, según la tradición popular, quien tiene elcabello pelirrojo es un individuo malvado y astuto. [N. de la T.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario